No disfruta de los pasajes fingidos ni de las fotografías posadas. En efecto detesta ser capturado en público y tener que destacar en los recuerdos familiares de retratos. Colgados en su buro descansan los únicos pares de zapatos que le acompañan en el andar de un diario sin demasiados altibajos. Usa gafas, así es. De pequeño descubrió que las letras serían su batalla constante, la mula que arrearía sin arado alguno. Y hasta la fecha que no se ha desecho de ellas por mas que las vierte sobre papel, en la arena mojada, los vidrios empañados de enamorados atrabancados, el café que escurrió de una charla consigo mismo, la computadora que nunca falla.
Sin dedicarse excesivamente a la labor de la escritura, durante sus 23 años de vida no había hecho algo mejor que la relectura de si mismo a través de las desdichadas letras y aun así creía que era falto de habilidades para poder determinarse como lo que la mediana audiencia llama... “escritor”.
Piensa que las publicaciones en las revistas de onda de la ciudad están llenas de marañas lucrativas, coloquios de relleno, salvo claro unos cuantos objetivos literatos que bien estudiaron con o sin universidad de respaldo. Pero ¡Vaya! si lo que “Ñ” hace de oficio nada tiene que ver ni con escolaridades, ni escrituras, ni publicaciones, mucho menos gafetes de alta sociedad, en donde los más prestigiados letreados suelen deambular. “Ñ” cada mañana se... más bien trata de levantarse dentro de las 6:00 y 6:30 am, darse un baño de agua fría (que disque ayuda a la circulación), comer una fruta de temporada, andar en la bici hasta el mercado, e iniciar su recolección de cartones. De todo tipo, formas, grosores y texturas. Al final del día junta una buena cantidad, tantea el ocaso y se las juega contra la noche hasta llegar a su destino, la papelera de la ciudad. Así “Ñ” se gana día con día los centavos de alimento.
Su madre se mostro desinteresada en sus estudios, prácticamente ni vivió con el. Era parte de sus historias inconclusas, a menudo trataba e reconocerla en sus escritos, la figuraba dentro de alguno de sus personajes sin tener éxito alguno, a final de cuentas se resumía en una o dos palabras que no pintaban en la historia, y después de pulir los escritos terminaba por eliminar cualquier intención maternal plasmada en su obra (por decirlo de alguna manera).
A “Ñ” le encantaba el fin de semana. Se saciaba e sus demenciales letras. No le importaba nada más que eso. Encontraba rincones citadinos más inhóspitos cada vez, se amanecía entre sus cartones si era necesario para no volver a casa con las manos vacías, con las letras aún perdidas, con las hojas en blanco, con la conciencia llena de nada.
Cómodo dentro de su ausencia como escritor transcurrían los años, hasta que un día un editor encontró uno de los escritos de “Ñ”, y quedara conmocionado con las palabras del joven escritor. Fue entonces que “Ñ” dejó de escribir. Le pareció que no podría relatar algo mejor ni para si mismo. Se sintió robado y hasta despojado de su persona. Por más que el sujeto de traje trato de convencerlo tuvo que conformarse con verle la jeta cada viernes antes del ocaso y entregarle el fajo de cartones bien apilados para no desequilibrar el camino del joven.